Sara era una chica aburrida,
sosa, triste y normal,
pero una noche fue poseída
por el mismísimo Satán.
Y desde aquel preciso instante
su vida se hizo alucinante.
Levitaba con soltura por encima de su cama
mientras desgarraba las costuras del pijama.
Hablaba en lenguas muertas, en latín y en arameo,
a sus compañeras y amigas del recreo.
Si en alguna ocasión encontraba un crucifijo
de inmediato entre sus piernas le daba cobijo,
y a su madre le decía con voz de lija:
“mira lo que hace la perra de tu hija.”
En la misa profería groseras herejías
que ponían en duda la virginidad de María.
Un cura intentó practicarle un exorcismo
y Sara vomitó sobre su catecismo.
Quemó las barbies y compró una tabla ouija,
que ella ya no era ninguna niña pija.
En clase de filosofía se desnudó:
“dios está muerto, ¿y usted, profesor?”
Y a los chicos de su clase, Sara les decía:
“¡quietos todos, la cerda es mía!”
Las yagas purulentas y los verdes esputos
se pusieron de moda en el instituto,
y ahora todas las chicas de secundaria
quieren que el Diablo las tome de becarias.
“Mamá, de mayor no seré bailarina;
yo, como Sara, quiero ser poseída.”
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